Una madre, una fabada

Hay hechos pequeños que, con el paso de los años, adquieren el valor de los recuerdos entrañables, que no se olvidan.
Aprovecho uno de ellos para mi homenaje al día de la madre porque la protagonista es Carmen Gamazo, madre de familia vallisoletana, supernumeraria del Opus Dei. Ya no está con nosotros, pero mucha gente la recuerda. Entre ellos, estoy.

No sé qué año fue, pero sí que era mayo y  desde  Valladolid se organizó una visita al Santuario de Covadonga. Convocatoria con éxito cien por cien por el llenazo del autobús y por el clima de alegría, amistad y oración. Un público mayoritariamente de mujeres.

Se me acercó Carmen en un momento de la mañana para decirme:  «En la comida siéntate a mi lado que quiero invitarte a una fabada». Me sorprendió, nada le obligaba, pero percibí su corazón atento, su bondad natural. Así lo hicimos. Ella comió otra cosa, porque tenía régimen; disfrutó viendo la esplendidez asturiana: fabes, chorizo, morcilla… Estaba buenísima, pero yo noté, sobre todo, la grandeza de corazón, aquello que, en palabras de San Josemaría, «rebosa de la trascendencia de Dios». Porque para un cristiano lo más material se diviniza si actúa con amor.

Tuve ocasión de estar con ella en otras ocasiones, de conversar. Animaba al diálogo amistoso por su confianza, apertura, y visión positiva. Contaba anécdotas que te llevaban a conocer su entorno y a quererlo. Su prioridad siempre fue la familia. Un día, con buen orgullo materno, me contó aventuras y proyectos de sus hijas; aprendí a compartir las ilusiones.

Recuerdo un sábado de octubre, había fallecido ese día el hijo de Rosarito Aparicio, supernumeraria. Contesté a una llamada de teléfono. Era Carmen, quería saber si ella podía hacer algo, dónde estaba la familia. Como siempre, interés de corazón.

Poco después se presentó una enfermedad imprevista. Y Carmen nos dejó; su huella se mantiene.

Al cabo de unos días me encontré con Ana Gereda, amiga y vecina de Carmen. Hablamos de ella largo rato, Ana, muy emocionada repetía: «no sabremos nunca todo el bien que ha hecho Carmen con su vida». Es verdad. La gente con mucho de Dios en el corazón,  siempre cercana y amable y que se lleva al Cielo el secreto de todo lo sembrado en su vida.

Carmen pertenecía a la alta sociedad de Valladolid. Circunstancia que me ha hecho pensar. He recordado una consideración de Thomas Merton en su libro, «La montaña de los siete círculos». Explica que él nunca hubiera ido a buscar la santidad en la alta burguesía del siglo XIX, pero que Dios la había suscitado en Santa Teresa de Lisieux, una niña de familia bien situada, amante de su amable  finca, «les  Buissonnets», en Lisieux. Es verdad que Teresa se fue al Carmelo, pero nunca olvidó sus orígenes que le marcaron de por vida. Llegó a ser santa con sus raíces. En sus escritos encontramos muchas formas de la burguesía francesa del siglo XIX. Esto nos habla de que Dios nos quiere en nuestro sitio, con las circunstancias que marcan nuestra vida, transformadas por la gracia de Dios.

Una mañana fui con Cecilia, hija de Carmen, al cementerio de Boecillo, donde está el panteón de la familia Gamazo. Me detuve a pedirle sus atentos favores.

Hoy le pido que toda mujer cultive su corazón de madre, el mejor patrimonio de la humanidad.

Carmen, con su marido, César Balmori y sus dos hijas, Isabel y Cecilia.

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